Vivir del cuento

José León D’Alessandro. jrleonda@gmail.com

De entrada me permito advertir que el título nada tiene de peyorativo; antes por el contrario íntimamente ligado a la condición de nosotros los de la tercera edad o juventud prolongada, manera indulgente de la sociedad actual que nos hace olvidar viejas y caducas formas de encasillarnos como seres ignorados, apartados o segregados; en fin, viejos, sin más rodeos.

Vivir del cuento viene a ser la manera como podemos sentirnos vivos, recrear en la anécdota todo cuanto merece la pena contar, solo que debido al sedentarismo y la rutina terminamos describiendo los mismos escenarios sin darnos cuenta cómo cada vez nuestra audiencia pierde interés debido a que el escenario, por ser el mismo siempre, termina por aburrir a los escuchas. El punto de quiebre ocurre cuando los caminos se cruzan al escuchar el consabido estribillo: Otra vez el mismo cuento, bla, bla, bla y deprimidos optamos por el camino equivocado; nos aislamos cabizbajos recitando por lo bajo el clásico y trillado «pobrecito yo». Y es ahí precisamente cuando surge la mejor ocasión de reinventarnos; procurar abrirnos hacia otros escenarios, movernos física y mentalmente y hacer de la autoestima el mejor aliado.

Un día me atreví a escribir y comencé por contar cosas que me han ocurrido durante este trajinar de varias décadas, y el resultado no pudo ser mejor; desde luego, gracias a los recursos de la moderna tecnología de las comunicaciones aprendí a treparme en la nube convirtiéndola en mi refugio, y a fuerza de ensayo y error hice que mi disco duro (en el pasado lo llamaba cerebro) barriera con todo el basural acumulado, saturado de instancias de dolor, pena, tristeza y enfermedades; casi siempre, por no decir a cada instante el mismo guión con que aliñan sus diálogos los de mi generación y los de un palmo más atrás; podría reunir un grueso vademecum médico con fórmulas y fármacos para cientos de padeceres. Pues no, le puse un parao y lo que sigue a continuación va dirigido a hombres y mujeres, abuelos y abuelas, que aún no se deciden en escribir sobre la pantalla del móvil o utilizar el ratón para navegar por el ciberespacio e interactuar comunicando vivencias acumuladas a lo largo de la vida; mientras, seguimos a la espera para compartir.

Café con papá, mi Fanpage creado por mi hijo para dar a conocer anécdotas que durante muchos años he comentado de manera reiterativa entre familia y amigos; me permite abarcar mayores espacios mediante pinceladas de lo cotidiano en la sociedad de otros tiempos.

En tal sentido y a modo de ejemplo les comento que durante las décadas de los años 30 al 50 del siglo XX el uso de cámaras de videovigilancia y chat room muy en sintonía con estos tiempos ultra modernos, eran de uso común y corriente, aunque bajo nombres casi en desuso: Romanilla y Zaguán.

La romanilla, sinónimo celosía, colocada entre rejas de hierro  empotrada en la fachada y la ventana, hecha de listones de madera entrecruzados y con pequeños orificios cuyo fin principal permite airear la habitación e impedir que desde la calle se pudiera ver hacia el interior; sin embargo, luego pasó a tener un uso si se quiere mucho mas atractivo similar a las cámaras de video de la actualidad, a través de la cual se podía monitorear con absoluta libertad lo que acontecía en su cercanía. Entre tanto, el zaguán, pasillo largo y angosto desde la puerta de entrada hasta el anteportón, conecta con el corredor principal. Por las mañanas se convertía en punto de encuentro donde las vecinas se entregaban a comentar lo acontecido en la cuadra durante bien avanzada la noche: «Como hacía calor abrí los postigos y justo cuando me sentaba en el poyo de la ventana, casi sin querer alcancé a ver la moza de los ojos esmeralda, la misma que vive en la casa de rejas azules al lado de la vecindad del afinador de pianos; tu sabes el muy engreído. Bueno, como te decía, apeándose del carro del esposo de ña Felícitas, la que habita al cruzar la esquina». «Yo, que suelo dormir temprano, comenta la señorita Leonor, la solterona, sentí gatos con su alboroto haciendo cosas feas según dicen, y de puro miedo corrí a cerrar la ventana, pero me contuve al ver un movimiento extraño en el zaguán de las Madrices; escuché gemidos avemaríapurísima y enseguida comenzó la tempestad». Amalia disimula su picardícon una leve sonrisa su picardía: ¡Niña, no te alarmes! eso que hacían los gatos y que a ti te parece feo es lo que en el zaguán y por estos contornos llamamos rascabucheo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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